Más conocido como «Che Guevara» fue un político, escritor, periodista y médicoargentino-cubano. Guevara fue uno de los ideólogos y comandantes que lideraron la Revolución Cubana1953-1959) que desembocó en un nuevo régimen político en ese país. Guevara participó desde entonces y hasta 1965 en la organización del Estado cubano desempeñando varios altos cargos de su administración y de su Gobierno, principalmente en el área (económica, siendo presidente del Banco Nacional y ministro de Industria, y también en el área diplomática como responsable de varias misiones internacionales.
Convencido de la necesidad de extender la lucha armada en todo el Tercer Mundo, el Che Guevara impulsó la instalación de focos guerrilleros en varios países de América Latina. Entre 1965 y 1967, él mismo combatió en el Congo y en Bolivia. En este último país fue capturado y ejecutado de manera clandestina y sumaria por el Ejército boliviano en colaboración con la CIA el 9 de octubre de 1967.
La figura despierta grandes pasiones en la opinión pública tanto a favor como en contra, convertido en un símbolo de relevancia mundial; para muchos de sus partidarios representa la lucha contra las injusticias sociales o de rebeldía y espíritu incorruptible, mientras que es visto por muchos de sus detractores como un criminal responsable de asesinatos en masa, acusándolo además de una mala gestión como Ministro de Industria.
Su retrato fotográfico, obra de Alberto Korda, es una de las imágenes más reproducidas del mundo tanto en su original como en variantes que reproducen el contorno de su rostro, para uso simbólico, artístico o publicitario, siendo uno de los iconos del movimiento contracultural.
Nombre alternativo
"El Che"
Nacimiento
14 de junio de 1928
Rosario, Argentina
Fallecimiento
9 de octubre de 1967 (39 años)
La Higuera, Bolivia
Movimiento
Movimiento 26 de Julio
Área
Medicina, política, guerra de guerrillas
Educación
Universitaria
La Revolución Cubana
El 10 de marzo de 1952 un golpe de Estado dirigido por el general Fulgencio Batista había derrocado al presidente democrático Carlos Prío Socarrás, del Partido Auténtico, en un marco internacional que transitaba los primeros momentos de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Batista instaló una sangrienta dictadura con el argumento de combatir al comunismo. Sin embargo el escandaloso nivel de corrupción y violación de derechos humanos llevó a la conformación de una oposición generalizada partidaria de la insurrección para desalojar del poder a Batista, del que participaron los partidos políticos de oposición, los sindicatos, el movimiento estudiantil, e incluso sectores del empresariado, los terratenientes, las fuerzas armadas y el propio gobierno de los Estados Unidos, que llegó incluso a cortarle el suministro de armas. El mismo presidente depuesto, Carlos Prío Socarrás, expresaba ese clima revolucionario diciendo: «triunfaré por cualquier medio, incluso el más extremo».
En ese contexto actuaría el Movimiento 26 de Julio, una evolución revolucionaria del Partido Ortodoxo, de ideología básicamente nacionalista-anticomunista, buscando en todo momento articular sus fuerzas con otros sectores opositores, con el proyecto de establecer un gobierno democrático nacionalista. Tanto el ex presidente Carlos Prío Socarrás del Partido Auténtico, como la CIA, apoyaron económicamente a la guerrilla castrista en sus primeros años. Mientras tanto, Fidel Castro —que había sido un destacado dirigente juvenil del otro partido importante, el Partido Ortodoxo y que se había vuelto célebre por el intento de tomar el Cuartel Moncada en 1952— proclamaba abiertamente sostener una posición anticomunista. Por su parte, pese a mantener relaciones estrechas con Fidel Castro y la guerrilla en Sierra Maestra, el Partido Socialista Popular (comunista) criticó la experiencia guerrillera atribuyéndole una intención puramente aventurera golpista. Finalmente, varias fuerzas políticas tenían por entonces organizaciones armadas además del Movimiento 26 de Julio, como el Directorio Revolucionario 13 de Marzo, el Partido Socialista Popular y el Segundo Frente Nacional del Escambray.
La prensa y la opinión pública estadounidense brindaron una gran cobertura y demostraron una gran simpatía por Fidel Castro y sus guerrilleros en Sierra Maestra, legitimando el movimiento armado y brindando una difusión de los motivos y acciones de la guerrilla que el Movimiento 26 de Julio nunca hubiera podido conseguir en las condiciones de censura y represión que dominaban en Cuba.
Las aspiraciones del gobierno radical para revitalizar a una sociedad llena de conflictos comenzaron en la dimensión política.
El régimen militar por medio del terrorismo de estado había generado una profunda separación entre el Estado y la sociedad civil. El nexo entre ambos, el sistema político, había sido sepultado. La dimensión política que supone la existencia de la forma democrática de gobierno, debía ser revitalizada. De esto se desprende el énfasis puesto en la campaña electoral en los valores y el espíritu democrático. La lucha contra el autoritarismo y por la democratización llevó al gobierno a enfrentar a los poderes corporativos representados en los militares, la iglesia, el sindicalismo y la cúpula empresaria con el objetivo de que sus conductas respeten la democratización social y las normas que rigen el Estado de Derecho. Alfonsín quería rescatar los valores y la esencia de la democracia, que supone una base de distintos intereses que por medio de la política como canalizadora de conflicto, permite el ordenamiento social a través de las normas del Estado. Este postulado se puede relacionar con la definición que Alain Touraine hace de la misma: "lo que define a la democracia no es solo un conjunto de garantías institucionales o el reino de la mayoría, sino ante todo el respeto a los proyectos individuales y colectivos, que combinen la afirmación de la libertad personal con el derecho a identificarse con una colectividad social, nacional o religiosa particular". De esta concepción la afirmación de la libertad personal y el concepto de colectividad social están íntimamente vinculados con los modos de representación de la voluntad popular. Para que estas formas de reproducción de conductas democráticas tengan lugar, el gobierno apeló a una política cultural y educativa destinada a remover el autoritarismo en el sistema escolar, universitario y científico estatal sustentado en la educación pública como promotora de la movilidad social. Un punto que le valió al gobierno el enfrentamiento con los sectores conservadores de la iglesia fue la promulgación de la ley de divorcio. A medida que el gobierno avanzaba en cuestiones religiosas, la institución eclesiástica comenzaba a hostigar a la democracia por ser portadora potencial de diversos males, desde la droga hasta la pornografía. Con respecto a la política internacional, el Estado argentino logró una progresiva reinserción a nivel mundial basado en principios derivados de los Derechos Humanos, la democracia, la paz y la independencia de los Estados.
Lucha de intereses
Si el Estado de Derecho limita el poder del Estado arbitrario y a su vez ayuda a enmarcar la vida social detrás de un proyecto cultural y democrático, siguiendo el pensamiento de Alfonsín en la campaña electoral, la lucha contra el poder sindical y militar iba a demarcar el límite de esa idea del Estado armonizador de intereses, lo cual iba a fragmentar la base del poder del gobierno radical: la civilidad.
La tensión entre la sociedad y la institución militar se profundizó luego del informe de la CONADEP, en el cual se registró la desaparición de 30.000 personas producto de la represión estatal. Sumando a esta situación la derrota en Malvinas, que estaba muy fresca en la memoria colectiva, el Poder Judicial preparaba el terreno para enjuiciar a los miembros de la junta militar. A pesar de esta condena social, el poder militar no estaba totalmente disminuido. Ellos reivindicaban su éxito en la "guerra contra la subversión" y basaron esto en el apoyo social que tuvo el golpe.
Para poder reordenar el Estado; y a las Fuerzas Armadas subordinarlas al poder civil, el juicio a las juntas tuvo que tener en cuenta algunas distinciones entre quienes dieron las órdenes que condujeron al genocidio, quienes se limitaron a cumplirlas y quienes se excedieron cometiendo atrocidades. Las instancias civiles también condenaron al Ejercito Republicano del Pueblo (ERP) y a grupos vinculados con Montoneros. El juicio duró aproximadamente ocho meses y la junta militar resultó condenada. Las leyes del Punto Final y Obediencia Debida que se dictaron estuvieron en consonancia con los preconceptos de las distinciones de culpabilidad antes del juicio.
Este período histórico del país que se basa en las condiciones cambiantes del esquema económico del Estado Benefactor, se deben a la influencia de las fuerzas centrípetas de los países capitalistas industrializados, lo que supone que la modernización económica puede ser una enemiga de la democracia si se la impone destruyendo el sistema político y silenciando a la sociedad civil.
Eso es lo que significó el papel cumplido por los militares en el período 1976-1983, porque la modernización económica implicaba la venida del liberalismo económico ortodoxo, asociado a los grupos económicos concentrados que tenían una gran decisión en el rumbo económico nacional, sobre un país cuyo Estado de Bienestar era promotor del desarrollo económico y social.
El otro frente de batalla se ubicaba en el sindicalismo que de a poco comenzaba a reconstruir su poder. El Estado Benefactor, la máxima expresión peronista de posguerra en la Argentina, posibilitó a los trabajadores luego de arduas luchas político-ideológicas ver con agrado el apoyo del aparato estatal para organizarse. En función de dicha organización, mediatizada por el dictado de leyes sociales, los trabajadores conformaron lo que alguna vez se dio en llamar la "columna vertebral de movimiento peronista". Las leyes laborales significaron de alguna manera la incorporación de los trabajadores al desarrollo político y económico de la nación. Dicha incorporación pudo corporizar la constitución de un sindicalismo de masas que se fundaba en los lazos solidarios en defensa de un interés (que con el tiempo se fue rodeando de prácticas espurias). La historia indica desde 1930 hasta 1983 períodos dictatoriales de gobierno con algunos imperios constitucionales. Este segmento de tiempo no permitió que la cultura democrática penetrara en la vida social y la disminución de la participación política se iba ensanchando en forma conjunta con la crisis de representatividad. El trabajo es un eje social que posibilita el reordenamiento de la sociedad en todos sus órdenes. Todo gira en torno al trabajo, de esta manera alcanzar la "felicidad de la ciudad" implica el mantenimiento y la ampliación de los espacios de negociación. De esta cuestión, el gobierno, al ver a un sindicalismo debilitado, producto de la represión, estático, en sus estructuras burocráticas y poco transparentes en sus prácticas, vio el momento para promover la democratización sindical. Pero la normalización trajo consigo la confirmación de las antiguas direcciones de las cúpulas. Al mismo tiempo los problemas económicos no encontraban el rumbo de la estabilidad, por consiguiente la lucha del sindicalismo contra el gobierno radical se basaba en la creciente inflación que disminuía el poder adquisitivo del salario real, en la no inclusión del sindicalismo en la discusión de la política económica y en las continuas tentativas de promover leyes que reorganizaran la actividad sindical. Este enfrentamiento "cívico-sindical", puso en evidencia las intenciones de Alfonsín de afirmar las libertades, que se comiencen a identificar con otras opciones políticas diferentes de las cúpulas sindicales, incluso hasta del mismo movimiento. La idea era respetar el interés que se defendía y provocar la identificación sindical con el Estado de Derecho. Otro elemento importante que suponía la democratización sindical era buscar una activa participación política del ciudadano y el dirigente político o sindical para que el espíritu democrático florezca allí donde el conflicto implique representantes de intereses distintos. Si se tiene en cuenta que la aspiración era formular un Estado de Derecho con reglas claras, permitir la identificación y la representación de los actores sociales y elaborar un proyecto cultural y democrático, los poderes concentrados y las jerarquías sociales que se habían establecido en forma parasitaria al lado del Estado, debían retroceder ante el imperio de la ley porque si no lo hacían la democracia se debilitaba.. Pero fue difícil, especialmente cuando el poder económico echó raíces muy fuertes en un Estado controlado por políticos "instrumentadores" de políticas cortoplacistas que ponían en práctica políticas de transferencias de ingresos hacia el extranjero y a los grupos parasitarios crecidos al amparo del aparato estatal.
Crisis económica, planes de ajuste y estabilización
Durante la campaña presidencial de 1983, Alfonsín selló un pacto explícito con la sociedad en el cual los valores y las instituciones democráticas permitirían solucionar muchos de los problemas económicos y políticos del país. Todo el contenido político que significó el discurso alfonsinista lo precipitó a la presidencia de la Nación con una base popular que constituyó su principal capital político en los primeros años de gobierno.
Con respecto a los problemas económicos profundizados por el régimen militar, la inflación constituyó uno de los más importantes, porque por medio de ella se institucionalizaron conductas y prácticas relacionadas con la incertidumbre y la especulación. Hacia el año 1981, el flujo de capitales hacia el país se había detenido, pero la deuda externa seguía creciendo producto de los intereses. A esta situación se añade la imposibilidad de pagar esos intereses producto del creciente deterioro del déficit fiscal, la caída de la recaudación impositiva, la pérdida del valor del dinero vía inflación y la puja distributiva resultante del control por parte del Estado de precios y salarios. Las medidas de política económica aplicadas por el Ministro de Economía, Bernardo Grispum, se orientaron a agilizar el mercado financiero para facilitar el acceso al crédito de pequeños y mediano empresarios y de esta forma comenzar un ciclo
Muchos sociólogos afirman que no se da relación estrecha entre situaciones de pobreza y violencia, o sea que la violación generalizada de los derechos económicos no produce, ordinariamente, reacciones violentas. Algunos dicen que éstas son mucho más probables cuando existen muy fuertes contrastes entre ricos y pobres y son percibidos muy sensiblemente.
Hay una relación más estrecha entre la violación de los derechos civiles y políticos y la violencia. El cierre de espacios políticos de participación genera, con mayores probabilidades, formas de insurgencia armada. El espacio político en Colombia, hasta finales de los años 70 fue un espacio bastante cerrado, dominado por dos partidos tradicionales en forma excluyente, manteniendo en la ilegalidad a toda fuerza alternativa, mucho más si ésta era "socializante", la que entonces era perseguida con múltiples formas de violencia estatal y mediante campañas de deslegitimación ideológica o "demonización" a través de todo aparato Superestructuras Quizás esto explica la conformación de 8 organizaciones guerrilleras (y otras más fugaces) desde los años 60.
Ciertamente la Constitución del 91 tiene otras filosofía. Es de inspiración liberal, aunque no escapó a fuertes condicionamientos antidemocráticos que dejaron en ellas sus huellas profundas, como: el sistema de justicia, el Fuero militar; los estados de excepción, además de un artículo transitorio que permitió convertir en leyes permanentes todos los decretos de Estado de Sitio expedidos entre 1984 y 1991.
El problema colombiano se sitúa cada vez menos en un campo legal. Yo recuerdo los primeros Foros de Derechos Humanos realizados a comienzos y mediados de los años 80; en las conclusiones y manifiestos finales planteábamos, por ejemplo: la abolición de la justicia castrense para los civiles; el levantamiento del Estado de Sitio, que era permanente, y de numerosos decretos aberrantes emitidos bajo su cobertura, como el "Estatuto de Seguridad" (1978); la derogatoria de los supuestos fundamentos legales del Paramilitarismo (Ley 48/68); el nombramiento de un Procurador Delegado para las Fuerzas Militares y de un Ministro de Defensa civiles; la firma y ratificación de ciertos convenios internacionales de derechos humanos, etc. Todo esto se ha ido consiguiendo, pero la violencia ha continuado en forma alarmante. El problema se sitúa ciertamente en terrenos más prácticos.
Los "procesos de paz", o diálogos entre el Gobierno y la guerrilla, desde la administración Betancur (1986-1990) nos han enseñado mucho. Betancur hizo aprobar una Ley de Amnistía para los guerrilleros que decidieran optar por las vías legales de lucha (Ley 35/92) pero pocos meses bastaron para descubrir la trampa: un alto porcentaje de los amnistiados fueron asesinados, muchos de ellos a pocas horas de legalizar su situación. El partido político Unión Patriótica, fruto también de ese primer "proceso de paz", ha sufrido, desde su fundación en noviembre de 1985, el asesinato de un militante cada 53 horas. En los cuatro primeros años esa frecuencia fue más intensa: un militante muerto cada 39 horas, y en los períodos preelectorales aún más: un militante muerto cada 26 horas. Mientras escribía este relato, contemplé el funeral del último senador de la U.P., asesinado el 9 de agosto/94. El cortejo fúnebre era ya muy reducido. Para muchos, militar en la U.P. es llevar una sentencia de muerte implacable, escrita en gruesos caracteres sobre el pecho. El año pasado, el Defensor del Pueblo, a petición de la Corte Constitucional, hizo una revisión de las "investigaciones" que cursan por asesinatos de militantes de la U.P. Solo revisó 717 casos (cerca de una tercera parte, pues los demás parece que ni merecieron un proceso) y descubrió que solo en 10 casos hubo sentencia, 6 de ellas absolutorias.
Muchas veces hemos puesto nuestra confianza en la administración de justicia, como posible eje de una salida. Si la Justicia funcionara -pensamos- quizás los victimarios no actuarían con tanto desenfreno.
Los últimos gobiernos han prometido "fortalecer la justicia" como solución a los problemas de violencia e impunidad. Los gobiernos de los Estados Unidos y de la Unión Europea han aportado grandes sumas para ese objetivo. Sin embargo, la impunidad campea a niveles escandalosos: al finalizar la administración Gaviría, el Director Nacional de Planeación reveló (abril/94) que de 100 delitos que se cometen en Colombia, sólo 21 son denunciados, y que de éstos, 14 prescriben por diferentes razones y sólo 3 terminan en sentencia, lo que arroja un índice de impunidad total del 97%. Y si miramos el problema desde la Procuraduría, que es el organismo que vigila a los funcionarios del Estado y solo produce sanciones de tipo administrativo (no penas), el último Informe del Procurador sobre las situación de los derechos humanos (junio/93) reconocía que menos del 10% de las quejas recibidas (que se colocan bien pocas) son investigadas, y que de éstas, solo el 21% culminan en un fallo, y que de ésos fallos, en el caso de los militares, el 56% son absolutorios.
Por qué no funciona la Justicia? La mayoría de la gente ya no cree en ella justamente porque no funciona (un círculo vicioso?) y prefiere buscar formas de justicia privada o se resigna a la impunidad. Frente a los Crímenes de Estado es extremadamente difícil convencer a una víctima, a un familiar o a un testigo para que rinda una declaración acusatoria o se constituya en Parte Civil dentro del proceso que le concierne, pues están convencidos de que con ello firman su sentencia de muerte o atraerán una cadena infinita de persecuciones y desgracias sobre sí y sobre su familia. Cómo darles confianza, mientras el número de denunciantes asesinados o desaparecidos crece?
A pesar de todo, hay minorías valientes que no se resignan a la impunidad y rinden sus declaraciones. Son casos realmente excepcionales, pero no por ello dejan de estrellarse contra la muralla inexpugnable de la impunidad. Cuando las pruebas son insoslayables, el caso pasa a Jurisdicción Penal Militar, donde los militares se juzgan a sí mismos en tribunales donde se fusiona la autoridad institucional con la judicial, produciendo figuras como ésta, que no pocas veces se ha repetido: el que dio la orden de cometer el crimen actuando como presidente del jurado que juzga a los que la obedecieron. Cuando el caso escapa a la "justicia" castrense o se ventila solamente en la Procuraduría, los métodos de la Guerra Sucia, con sus refinados mecanismos de clandestinidad y de confusión, rara vez permiten que los expedientes salgan de ese "Limbo" que se denomina "Investigaciones Preliminares", donde realmente se abusa del término "investigación". Si la víctima, sus familiares o alguna organización no gubernamental no hacen ellos mismos la investigación y aportan las pruebas a funcionarios que rara vez salen de sus escritorios, el expediente será archivado luego de un tiempo prudencial.
Pero qué pruebas pueden aportar las víctimas o sus familiares? Solamente testimonios de quienes presenciaron furtivamente el crimen o alguno de sus momentos secuenciales y no tienen mucho miedo a las represalias. Sin embargo, el testimonio ha sido progresivamente envilecido. Unas veces se le niega toda credibilidad arbitrariamente, como en el caso del asesinato de la misionera Suiza Hildegard Feldmann (sep. 9 de 1990), en el cual la Procuraduría rechazó 24 testimonios coincidentes, tomados por diferentes funcionarios, en distintas fechas y en diversos lugares, y solo aceptó la versión de 4 militares, 3 de ellos incursos en el crimen y uno que no fue testigo, con el absurdo argumento que: "el interés del ofendido lo puede llevar a distorsionar la verdad". Otras veces se busca invalidarlo mediante "testimonios" opuestos que digan lo contrario, como sucedió en el caso del proyecto paramilitar de El Carmen de Chucuri, sin que los investigadores se tomen el trabajo de comprobar los hechos objetivos a que aluden los testimonios (en el caso de El Carmen de Chucuri bien hubieran podido revisar más de 300 actas de defunción, pero no lo hicieron). El actual régimen de "Justicia Secreta" se presta admirablemente para comprar testimonios tendientes a invalidar otros (fuera de los que se compran para acusar falsamente de "guerrilleros" o "terroristas" a quienes reclaman justicia o a quienes ponen las denuncias, como en el caso del Párroco de El Carmen de Chucuri).
Qué hacer, entonces? De todas maneras la impunidad sigue siendo la clave fundamental del modelo y sus consecuencias desastrosas para la sociedad:
deja intactas las estructuras y asiente implícitamente a las conductas que hicieron posibles los crímenes, allanando el camino para que se continúen perpetrando;
legitima ante la sociedad conductas que destruyen radicalmente la convivencia humana civilizada;
atenta contra las leyes que tipifican esos crímenes invalidándolas en su dimensión operativa;
destruye la confianza en el sistema de justicia y deja desprotegidos a los ciudadanos frente al crimen;
estimula la búsqueda de formas de justicia privada y el desarrollo de múltiples formas de violencia;
constituye una nueva afrenta para las víctimas, para sus familiares y para todos los que comparten moralmente los efectos del crimen;
atenta contra la credibilidad de las instituciones, sobre todo de aquellas más involucradas en la perpetración de los crímenes y en la complicidad o tolerancia de los mismos;
destruye la base fundamental del Estado de Derecho;
crea en la sociedad un ambiente de aceptación fatal del crimen de Estado que lleva a considerar como altamente riesgoso el ejercicio de determinados derechos civiles, políticos y sociales, haciéndolos efectivamente nugatorios y destruyendo la conciencia moral de la sociedad;
condiciona o determina las conductas sociales y las posiciones ideológicas con censuras subliminales a toda exigencia de justicia o a toda posición favorable a una sociedad alternativa.
La impunidad se escuda en los numerosos vacíos e ineficiencias de la justicia; en la omisión culpable de todos los poderes; en el celestinaje de los medios de 'información"; en la manipulación sentimental de la opinión pública; en las intimidaciones y chantajes de los victimarios.
A veces se la legitima con tesis que no resisten ningún análisis ético, como la de la licitud de combatir Crimen con crimen, absolviendo por principio y de antemano a quienes lo hacen desde el Estado; o la de equilibrar las amnistías e indultos otorgadas a grupos insurgentes con amnistías e indultos a los culpables de Crímenes de Lesa Humanidad desde el Estado, reivindicando para los victimarios el imposible "derecho de perdonarse a sí mismos".
Pero también la impunidad ha buscado legitimaciones religiosas, a través de un recurso ilegítimo a la veta reconciliatoria del Cristianismo, desnaturalizando el valor cristiano del perdón. Se ha querido extraer el perdón de su ámbito propio de las relaciones interpersonales, donde se realiza su valor cristiano como acto creador, gratuito, libre y riesgoso, que busca superar situaciones límite de ruptura mediante una fe activa en el ofensor, reconstruyéndolo como hermano, y trasladar ese perdón al ámbito de las relaciones jurídico políticas, donde las relaciones humanas son mediadas por estructuras que eluden las dimensiones de gratuidad, creatividad y libertad en que se nutre esencialmente el valor del perdón.
Lamentablemente el discurso del "perdón y olvido", asumido incluso por algunos episcopados, no hace siquiera alusión a lo que la tradición teológica cristiana dejó en los grandes catecismos, cuando se esforzó por traducir al ámbito de lo masivo el valor cristiano del perdón y formuló sus 5 condiciones clásicas de autenticidad: examen de conciencia, arrepentimiento, propósito de enmienda, confesión y reparación del daño.
Un esfuerzo similar se impone para traducir el valor de la reconciliación cristiana al ámbito de las relaciones jurídico políticas. Allí no podría soslayarse un esclarecimiento público de la culpabilidad, ni la condena explícita de los mecanismos, estructuras y doctrinas que posibilitaron los crímenes, ni medidas correctivas que cierren el camino a la reiteración de los mismos, ni la reparación a las víctimas y a la sociedad. La naturaleza misma de una comunidad política hace que, si no existe una sanción social explícita y profunda que repercuta en la memoria social, los crímenes no son deslegitimados. De lo contrario, el valor cristiano del perdón puede alcanzar su máxima perversión: pasar de ser un acto creador de fraternidad a ser un acto encubridor de la institucionalización del crimen y destructor de las barreras protectoras de la dignidad humana .
En la noche de ese sábado 13 de junio de 1953, Rojas Pinilla asumió el poder mientras Gómez y su familia viajaban hacia España, país en donde obtuvieron asilo, y en el que casi cinco años después Sitges, una de sus ciudades, se convirtió en el eje central del “acuerdo de paz” que permitió a los partidos tradicionales, el Liberal y el Conservador, terminar con su enfrentamiento civil, iniciado el 8 de abril de 1948 y, simultáneamente, crear el nuevo mecanismo político conocido como “Frente Nacional”.
Sin haberse disparado un sólo tiro, y contando con el apoyo unánime del liberalismo y de muchos dirigentes conservadores, enemigos de Gómez Castro, Colombia pasó de un régimen civil a uno militar, en una sucesión acelerada de hechos políticos que buscaron un entendimiento entre las dos colectividades históricas en torno a Rojas, objetivo que se logró en un principio, pero que después fracasó, porque el general se dedicó a gobernar únicamente con ministros conservadores y, además, con muchos desaciertos y denuncias de ejercer el “tráfico de influencias”.
Laureano Gómez, “jefe único” del partido Conservador, fue elegido presidente en mayo de 1950 para un periodo constitucional de cuatro años, que comenzó el 7 de agosto en elecciones en las que el liberalismo se abstuvo, pero al año se vio obligado a dejar la Jefatura de Estado por enfermedad y lo sustituyó Roberto UrdanetaArbeláez, dirigente de su mismo partido. En 1946 había recuperado y asumido el poder su copartidario Mariano Ospina Pérez, tras 16 años de hegemonía liberal.
El 12 de junio de 1953 Gómez, aún enfermo, reasumió la presidencia, luego que UrdanetaArbeláez se negase a firmar un decreto llamando a “calificar servicios”, en el argot militar, y destitución, en el civil, a Rojas Pinilla, quien había adquirido una gran relevancia dentro del estamento castrense y un inusitado apoyo de los dirigentes políticos, “enemigos de Laureano”.
Rojas Pinilla debía viajar ese 13 de junio a Washington para asumir el cargo de agregado militar colombiano ante el gobierno estadounidense, y cuando se encontraba en el antiguo aeropuerto de “Techo” -hoy convertido en el populoso barrio Kennedy-, y su equipaje había sido introducido al avión de Aerovías Nacionales de Colombia (Avianca) que viajaba a la capital norteamericana, recibió el “soplo” que sería destituido por Gómez, por lo que canceló el billete de avión y se quedó en Bogotá.
Mientras tanto, Gómez había nombrado a un incondicional amigo suyo y ministro de Obras Públicas, Jorge Leyva, como ministro de la Guerra (Defensa), pero cuando este fue a la sede de las Fuerzas Armadas para su reconocimiento por la oficialidad y la tropa, se le detuvo. De esta forma comenzó el golpe de estado, que ocho horas después culminó con la asunción del poder por parte del jefe castrense –también Conservador- y el viaje a España del presidente derrocado.
“General, salve usted la patria” le dijeron a Rojas Pinilla los jefes de los partidos Liberal y Conservador, Alberto Lleras Camargo, y Mariano Ospina Pérez, respectivamente, ambos ex presidentes de Colombia, que así lo respaldaron políticamente en el “golpe de estado”.
La “luna de miel” entre Rojas Pinilla y los dirigentes de los partidos tradicionales no duró muchos años, y quienes habían alentado el golpe contra Gómez, se convirtieron en ”enemigos políticos”, empezando por su “ministro de máxima confianza”, el de Gobierno Lucio PabónNuñez, los ex presidentes Lleras y Ospina, el ex embajador de Colombia en España y “eterno” aspirante a la jefatura del estado Gilberto Alzate Avendaño, Carlos Lleras Restrepo, Darío Echandía y muchos otros.
Tras haberse incrementado la violencia en el país y por las acusaciones de corrupción de su gobierno, Rojas Pinilla soportó un “golpe de opinión”, que se reflejó en una parálisis completa de Colombia y el 10 de mayo de 1957, como había sucedido con Gómez, el general viajó asilado a España, habiéndose encargado a una Junta Militar, que él mismo nombró antes de partir, el gobierno del país.
La junta, que gobernó hasta el 7 de agosto de 1958 e hizo la transición política del estamento militar al civil, estaba integrada por los generales Gabriel París, Rafael Navas Pardo y Luis Eduardo Ordoñez –del ejército-; el almirante y director de la Armada Rubén Piedrahita Arango y el general y director de la Policía Deogracias Fonseca.
El derrocamiento de Rojas Pinilla –también sin haberse derramado sangre- obligó al entonces Director del Partido Liberal, Lleras Camargo, hacia finales de 1957, a trasladarse a España y pactar con Laureano Gómez, con quien suscribió el “Acuerdo de Sitges”, un convenio entre los Partidos Conservador y Liberal que institucionalizó la alternancia en el poder cada cuatro años entre esas colectividades.
Así se creó el “Frente Nacional”, un sistema político “sui genéris” que, además de la alternancia, determinaba el reparto igualitario de las carteras ministeriales y de altos cargos entre dirigentes de los dos partidos y el cual se prolongó por dieciséis años, durante los cuales gobernaron Colombia, Alberto Lleras Camargo (liberal, 1958-1962); Guillermo León Valencia (conservador, 1962-1966); Carlos Lleras Restrepo (liberal, 1966-1970) y Misael Pastrana Borrero (conservador, 1970-1974).
El “Frente Nacional” sirvió para apaciguar los espíritus bélicos de los partidos políticos y para que Colombia tuviera una etapa de recuperación y progreso en todos sus órdenes, hasta el punto que los gobiernos que precedieron a la terminación de ese sistema bilateral, continuaron empleando la misma fórmula de gobernar con ministros pertenecientes a aquellos, aunque la proporción ya no fuese igualitaria y empezaron a soportar la transformación de la guerrilla en bandas de terroristas.
La alteración política sufrida por Colombia en 1953 sirvió para demostrar dos cosas: La primera, que los dirigentes civiles se equivocaron al apoyar un golpe que violaba la Carta Magna y por ello tuvieron que rectificar y purgar sus culpas olvidándose de hegemonías y, la segunda, que el estamento militar es apreciado por el pueblo mientras cumple su función, pero no tiene apoyo cuando abandona sus cuarteles y se encarga de una misión institucional no diseñada para los “uniformados”.
La historia de Panamá ha sido ampliamente influenciada por la posición estratégica de este istmo estrecho que une América del Norte con América del Sur y que separa el océano Pacífico del océano Atlántico. Los Cunas, los Chocos y los Guaymis fueron algunas de las tribus indígenas que han ocupado la región. Aún cuando estas civilizaciones no fueron tan avanzadas como la de los Mayas o los Incas, puede que hayan sufrido la influencia de ellas. El explorador Rodrigo de Bastidas desembarcó sobre el territorio en 1501 y, al año siguiente, Cristóbal Colón reivindicó Panamá en nombre de España.
Panamá sirvió de base para el transporte marítimo de los minerales, metales preciosos y tesoros provenientes del Perú y encaminados hacia España por un eje que atravezaba el país de un océano al otro, de Panamá al puerto de Nombre de Dios, sobre el Atlántico. Dependiente del virreinato del Perú, Panamá fue integrada a la Nueva Granada a comienzos del siglo XVII y permaneció bajo dominación española hasta 1821. La Nueva Granada fue entonces unida a la República de la Gran Colombia, creada bajo el arbitrio de Simón Bolívar. En 1826, Bolívar reunió a los gobernantes de cinco estados de la Gran Colombia, en Panamá, durante el congreso panamericano, a fin de construir con ellos la unidad del continente sudamericano. Murió, sin embargo, en 1830, antes de haber consolidado esta unificación.
Ya en 1855, los norteamericanos habían acabado la construcción de una vía férrea que atravezaba Panamá de un océano al otro. Los españoles habían tenido la idea de construir un canal para unir los dos océanos, pero fue un francés, Ferdinand de Lesseps, quien, en 1880, realizó finalmente el primer intento con la Compañía Universal del Canal Interoceánico. Sin embargo, los trabajos fueron interrumpidos nueve años más tarde, en razón de un grave escándalo político-financiero que sacudió a la III República Francesa.
En 1903, Colombia rehusó a los Estados Unidos el derecho de acabar el canal. En reacción, los Estados Unidos incitaron a Panamá a sublevarse. El 3 de noviembre de ese mismo año, Colombia debió entonces consentir la creación de la República de Panamá. Tropas norteamericanas fueron enviadas para sostener al nuevo gobierno panameño y, desde el 18 de noviembre, los derechos del canal fueron vendidos a los Estados Unidos.
El canal fue acabado en 1914, y devino un pasaje obligado para los buques que navegaban entre los océanos Atlántico y Pacífico, evitándoles el largo, y a menudo peligroso, viaje alrededor del Cabo de Hornos, en el extremo de América del Sur. Los Estados Unidos controlaban el canal, y la mayoría de los puestos de dirección fueron confiados a ciudadanos norteamericanos.
Desde la independencia, adquirida en 1903, la vida política de Panamá ha tenido sobresaltos, habiendo mucho en juego en las relaciones a menudo tensas con el vecino norteamericano.
En 1968, a continuación de una serie de discutidas elecciones y de crisis constitucionales, el general Omar Torrijos, comandante de la guardia nacional, tomó el poder.
A la muerte de Torrijos, en 1981, su ministro de Defensa, el general Manuel Antonio Noriega devino cada vez más influyente. En 1988, Eric Arturo Delvalle, vuelto presidente en 1985, intentó expulsar a Noriega, quien, luego, destituyó a Delvalle. Noriega gobernó como jefe de la Asamblea Nacional y decretó el estado de sitio.
El régimen de Noriega se volvió cada vez más represivo y corrupto. Las relaciones con los Estados Unidos se deterioraron, el presidente norteamericano, George Bush, llamó en mayo de 1989 al ejército y al pueblo panameño a derrocar a Noriega. En octubre de 1989, una tentativa de golpe de Estado contra Noriega fracasó, y el 20 de diciembre del mismo año los Estados Unidos enviaron tropas a Panamá (operación "Justa Causa"). Noriega se refugió en la nunciatura del Vaticano, pero fue extraditado a los Estados Unidos; en 1990, los norteamericanos instalaron en el poder a Guillermo Endara. Reconocido culpable de tráfico de drogas, Noriega fue condenado, en 1992, a purgar una pena de prisión de 40 años en los Estados Unidos.
Fue alrededor del río Magdalena donde se econtraron las primeras huellas de presencia humana en Colombia. Reliquias de una civilización casi desconocida, que data de los últimos cinco siglos A.C., fueron descubiertas en San Augustín, cerca del origen del río, en los Andes colombianos: estatuas de piedra, bajorrelieves, cámaras funerarias y santuarios, en un estilo que recuerda a veces al de los aztecas.
Siglos más tarde, antes de la llegada de los españoles, las altas mesetas del este, cerca del río Magdalena, estaban habitadas por una tribu amerindia, los Chibchas. Buenos agricultores, eran también excelentes orfebres y se han encontrado cantidades de pequeños objetos (collares, figuras) en oro o en tumbaga (una aleación de oro y cobre), que datan de 1000 a 1500 a.c.
En 1502, en su primer viaje al Nuevo Mundo, Cristóbal Colón exploró una parte del imperio de los Chibchas, en las costas septentrionales de la actual Colombia. Tras sus pasos, los conquistadores españoles establecieron en Darién, en 1510, su primera colonia sobre el continente americano. Atraidos por este nuevo "eldorado", los colonos progresaron rápidamente. En la costa, en primer lugar, fundaron Cartagena, después, Santa Marta. Hacia el interior, a continuación; Santa Fé de Bogotá - que sería más tarde Bogotá - fue conquistada por Gonzalo Jiménez de Quesada, en 1538.
La región fue, a partir de 1544, integrada al virreinato del Perú, antes de ser, en 1740, el centro del virreinato de la Nueva Granada. La economía de la colonia reposaba entonces, en gran parte, sobre la esclavitud: a los indios sucedieron los esclavos negros. También se sirvió de los recursos naturales del territorio (esmeraldas y otras piedras preciosas) y la presencia del istmo, que aseguraba el esplendor de las ciudades portuarias.
Sin embargo, los españoles, que acaparaban las riquezas, se toparon con la hostilidad creciente de los indígenas. La revuelta de los comuneros de Socorro, en 1781, fue la primera manifestación de la identidad criolla y el preludio de los movimientos por la independencia. Los insurgentes marcharon entonces a la capital, para protestar contra los nuevos impuestos de los españoles y reclamar su parte de la riqueza nacional. Desde entonces, el pueblo de Nueva Granada hizo parte del movimiento por la independencia que nacía en el conjunto del Imperio español.
En 1810, las provincias de la Nueva Granada se reunieron en federación y decidieron romper con España. Frente a la represión dirigida por las autoridades españolas, el deseo de independencia fue sofocado por un tiempo. Sin embargo, los éxitos militares de Simón Bolívar sobre los españoles, un poco por todo el continente, devolvieron las esperanzas a los independentistas. Así, el 7 de agosto de 1819, el general Bolívar obtuvo una victoria decisiva en la batalla de Boyacá. Una vez en Bogotá, proclamó entonces la independencia de la Nueva Granada.
Algunos meses más tarde, el Congreso de Angostura (17 de diciembre de 1819) dio nacimiento al estado de Gran Colombia, que reunía la Nueva Granada, la actual Panamá y, después de su liberación, Venezuela y Ecuador. Esta experiencia no sobrevivió a su inspirador y, en 1830, después de la muerte de Bolívar, Venezuela, después Ecuador, hicieron secesión.
Desde los primeros años de la independencia, el país estuvo dividido en dos bloques políticos que se enfrentarían durante décadas. Por un lado, los conservadores, sostenidos por la Iglesia, partidarios de un estado centralizado; por el otro, el bloque liberal, federalista, que quería sustraer la política de la influencia de la religión. Las primeras décadas que siguieron a la independencia estuvieron marcadas por varias guerras civiles y por frecuentes cambios constitucionales.
En 1858, el país fue dotado de una constitución semi-federal y la nueva República fue bautizada Confederación Granadina. Cinco años más tarde nacían los Estados Unidos de Colombia, sobre el modelo decididamente federal del vecino norteamericano. Después de algunos años de relativa estabilidad, una nueva guerra civil estalló en 1876. De retorno al poder, los conservadores impusieron al país, en 1886, una constitución centralista, la de la República de Colombia, que quedó en vigor hasta 1991.
La segunda mitad del siglo XIX se caracterizó por numerosos cambios, que marcaron profundamente la sociedad: la abolición de la esclavitud en 1851; luego, en 1853, la separación de la Iglesia y el estado.
En 1903, empujado por los Estados Unidos, Panamá accedió a la independencia. Colombia perdió entonces un acceso importante al comercio marítimo; sin embargo, las compensaciones financieras acordadas por Washington le permitieron asimismo iniciar la diversificación de la economía, que reposaba hasta entonces esencialmente sobre el comercio del café.
Hasta 1930, Colombia tuvo un período de estabilidad política y pudo consagrarse a su desarrollo económico. La construcción de rutas, desde principios del siglo, permitió un comienzo de la expansión comercial. La explotación de los yacimientos de petróleo y el cultivo de café tomaron también amplitud. Los liberales, de regreso al poder en 1930, se comprometieron en nuevas reformas. Hasta la renuncia, en 1945, del presidente Alfonso López Pumarejo, hicieron votar una ley de reforma agraria, el reconocimiento del derecho de huelga y los derechos sindicales, un salario mínimo y vacaciones pagas.
A partir de 1945, el ala más radical del partido liberal, dirigida por Jorge Eliecer Gaitán, que se oponía a la política de unión nacional del presidente Alberto Lleras Camargo, se volvió cada vez más popular. El 9 de abril de 1948, el asesinato de Gaitán desencadenó en una sangrienta revuelta contra el gobierno conservador en Bogotá y en las principales ciudades del país. La violencia - es así como se bautizó esta insurrección popular -, dejó al menos 1.500 muertos y 20.000 heridos. La revuelta fue contenida finalmente y el gobierno fue reequilibrado en favor de los liberales.
El 13 de junio de 1953, el general Gustavo Rojas Pinilla tomó el poder, gracias a un golpe de estado. En 1957, después de más violencia, Rojas Pinilla fue derrocado por una junta militar. Esta resolvió convocar a elecciones generales y fue acordada una tregua entre los liberales y los conservadores. Decidieron entonces la alternancia en los más altos puestos del estado (presidencia y gabinetes ministeriales) por un período de 16 años. Sin embargo, la nueva coalición, el Frente Nacional, no logró detener la violencia política.
El liberal Alberto Lleras Camargo fue elegido en 1958; en 1962, el conservador León Valencia le sucedió. Los liberales regresaron al poder en 1966, con Carlos Lleras Restrepo. La coalición conservó la mayoría en las dos cámaras, pero raramente logró reunir la mayoría de dos tercios necesaria para el voto de las leyes, y el país conoció entonces varios períodos de una quasi-parálisis. Este clima favoreció una guerra civil latente, que encontró también sus raices en el marasmo económico.
Desde los años '50, ciertos paisanos, influenciados por la emergencia del comunismo, constituyeron, sobre sus tierras, "zonas de autodefensa". Este movimiento fue rápidamente sustituido por una guerrilla organizada: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), creadas en 1966, que lanzaron una campaña de atentados. Frente a esta situación, el presidente conservador Guillermo León Valencia declaró el estado de sitio y, con la ayuda de los Estados Unidos, se lanzó en una lucha sin tregua contra los grupos armados. Siguiendo a las FARC, el movimiento M-19 lanzó a su vez, en los años'70, una guerrilla, esta vez, urbana. Cuando la coalición del Frente Nacional llegó a su fin, en 1974, Alfonso Lopez Michelsen, un liberal, fue elegido presidente.
La amnistía de unos 400 guerilleros por el presidente Betancur, elegido en 1982, y su orientación hacia un régimen de liberalización (y en particular la tregua acordada en mayo de 1984, entre el gobierno y los rebeldes) no bastó para traer la paz civil a Colombia. Los enfrentamientos recomenzaron con más fuerza en 1985. En noviembre, los guerilleros se apoderaron del Palacio de Justicia de Bogotá, tomando decenas de personas como rehenes. El ejército intervino y estallaron muy violentos combates: 100 personas murieron, entre ellas el presidente de la Corte Suprema y diez jueces.
Los liberales ganaron las elecciones de 1986 y Virgilio Barco Vargas, su dirigente, llegó a la presidencia de la República. En agosto de 1989, en respuesta a una ola de atentados en los cuales los carteles de cocaina colombianos estaban implicados, el gobierno se lanzó, con la ayuda de Washington, a una guerra total contra los traficantes de droga y sus redes. Más de 10.000 personas fueron detenidas y los bienes de los sospechosos fueron confiscados.
Fue en este cuadro de violencia que se desarrolló la elección presidencial de 1990; tres candidatos fueron asesinados. El liberal César Gaviria Trujillo, elegido presidente en mayo, intentó entonces una política de reconciliación. Con la nueva constitución de julio de 1991, quiso reforzar las instituciones democráticas: el estado de sitio fue levantado y fue acordada la amnistía con los traficantes de droga que se rendían.
La lucha contra los narcotraficantes marcó un giro en 1993, cuando Pablo Escobar, el jefe del cartel de Medellín, murió en manos de las fuerzas de seguridad del gobierno.